La noche de este miércoles en Connecticut debió de ser algo así como el final del baile de Cenicienta, pero al revés: los invitados eran quienes sabían que a medianoche iban a desaparecer la carroza, los caballos, el vestido y hasta los zapatos de cristal; mientras que la pobre niña giraba y giraba ignorando que hasta el príncipe se iba a convertir enseguida en un pedazo de papel. Un trozo con los números 15, 17, 19, 26, 37 y 38, que a las doce dejaba de repente de valer 3,5 millones de dólares y se transformaba en un guiñapo olvidado en el bolsillo de un pantalón.
Al final del día de San Valentín se cumplía un año desde que esa lista de números había salido premiada, y en todo aquel tiempo no había aparecido nadie con el resguardo para cambiar su vida. De todas formas, a pesar de toda esa gente vestida de gala que contenía la respiración mientras Cenicienta bebía champán en una esquina, no era la primera vez que se volatilizaban varios millones con la última campanada de un reloj. Sólo en el estado de Connecticut, desde que funciona esa lotería, en 1972, ha sucedido 11 veces. Uno de cada 100 premios se han quedado no sé dónde, en un limbo de afortunados que lamentan semana tras semana no haberlo sido. Quizá sólo con estos casos baste para demostrar la inutilidad del lamento para provocar cambios. Especialmente cuando la fuerza del lamento supera notablemente la intensidad del deseo. Porque ahí están esas 11 cenicientas de Connecticut, desconocedoras de haber podido ser alguna vez princesas; pero también están unos cuantos miles que compraron sus boletos para no mirarlos nunca luego, con esa extraña confianza nula en su propia suerte. Entre quienes aguantaban el aliento en la medianoche de San Valentín, seguramente se contaba alguno de éstos que también habría dejado pasar su carroza.
Sin embargo, lo que no puedo quitarme de la cabeza es la imagen de un tipo en el salón de su casa, con el 15, 17, 19, 26, 37 y 38 en la mano, vigilando las agujas del reloj, hasta que se tocan todas sobre el 12, y que entonces rompe el papel y se va a la cama.
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16.2.07
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A mi una vez me tocó un coche.
ResponderEliminarNo estoy segura de que rompiera el papel. Prefiero pensar que lo guardó y que algún día se lo enseñará a alguien.
ResponderEliminarPero, David, qué bellas historias encuentras.
La suerte también es esto: la oscura posibilidad de que alguna vez cualquiera de nosotros hubiera sido agraciado con un premio que no fue a recoger recoger. Porque no se acordaba de haber jugado y dejó el billete perdido en el bolsillo. Por no haber estado en el lugar adecuado y en el momento oportuno.
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