Mientras corría me acordé de John Updike y corrí un rato pensando que le habría venido bien un pulsómetro como el que me iba pitando avisos de vez en cuando. No me acordé de él porque haya muerto hace poco, sino por aquello que le preguntaron en una entrevista sobre qué sentía cuando estaba delante de las estanterías con sus más de 50 libros. Recordé mientras cruzaba el parque cierto arrepentiemiento en la respuesta, pero tuve que esperar a volver a casa para encontrar de qué tamaño era ese arrepentimiento y qué forma lo contenía.
“Los primeros años, cuando sólo había seis o siete libros –decía Updike en aquella entrevista–, me llenaba de satisfacción contemplarlos. Ahora es distinto. A veces pienso que quizá debiera haber escrito menos y entonces no puedo evitar sentir cierta repugnancia, como si fuera un elefante delante de una montaña de excremento”. Entonces, con la versión auténtica del arrepentimiento delante, me acordé de un rato antes, cuando estaba corriendo, y oía de cuando en cuando saltar el aviso del pulsómetro. Estaba programado para pitar cuando me salía del plan: si el corazón latía demasiado deprisa, o si lo hacía demasiado despacio. Según dicen los planes de entrenamiento, escogiendo bien los límites entre los que puede oscilar el número de pulsaciones, se consigue regular el esfuerzo con gran precisión. De tal forma que uno sabe desde el principio que si respeta los pitidos de aviso, será capaz de alcanzar el final de la carrera, y lo hará, además, exactamente del modo en que lo había previsto. Pensaba en esto, y en lo útil que le habría sido a Updike al comienzo saber qué debía hacer durante el camino para no sentirse al final, ante sus libros, “como si fuera un elefante delante de una montaña de excremento”. Eso es precisamente lo que evita un pulsómetro: alcanzar el final y sentirse montado sobre un montón de mierda, o no llegar a tener nunca nada que colocar en las estanterías.
A Updike le sucede con su biblioteca lo que a casi todos con nuestra vida. Sólo habiendo hecho o confiado de más, o de menos, somos capaces de plantarnos y entender cómo debería haber sido. Cuando ya casi no sirve de nada porque ni queda tiempo ni espacio en las estanterías. Pero no existe otro modo de saberlo, ni hay pitidos de aviso. Así que quizá correr sea lo más sencillo que uno puede hacer sin riesgo de una gran mierda final.
4.2.09
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No te sientas así. No no no no no y no.
ResponderEliminarAna María de Palabrerio.com
ResponderEliminar(no me deja comentar)
creo q esto no sirve como metáfora, pero hoy fui al parque a correr sin reloj que pite y lo he disfrutado como pocas veces. Un día precioso de verano lleno de chiquillos corrinchando (vivo en Panamá). Un espectáculo.
¿Se podría disfrutar la vida sin la mierda?
Ana, claro que sirve como metáfora. Y sí, creo que la mierda es necesaria.
ResponderEliminarCuando uno pierde cosas importantes, suele dedicarse por un tiempo a la tarea de despojarse de todo aquello que quedó y que puede llegar a perderse también. (Porque siempre es mejor perderlo a propósito). Pero eso dura sólo un tiempo. Después uno vuelve a juntarse siempre con las cosas que necesita tener o hacer, aunque sepa que pueda perderlas. Hay que saber perder. Eso no es derrotismo, es sabiduría.
ResponderEliminarY por qué tiene que haber siempre una única meta o un final?. Es como sentenciar cómo va a ser la felicidad de uno y eso es difícil de definir ¿Qué pasó durante todo el tiempo que estuvo escribiendo los libros? ¿Es que no cuenta? A veces nos esforzamos tanto en alcanzar el listón que somos incapaces de disfrutar mientras tratamos de alcanzarlo. Yo no tengo un final. O al menos no lo he querido definir. Y si mis estanterías me hacen sentir así, las tiro abajo y pongo un cuadro pintado por mi.
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