El niño al que los padres ven bobo termina siendo bobo, por mucho que él se esfuerce al principio en alcanzar lo contrario. Termina bobo, aunque sólo lo haga por impedir los mareos del desajuste entre realidad y semántica, al que los niños se muestran mucho más sensibles que cualquier otra criatura. Esto lo sabe cualquiera, porque lo ha visto en niños ajenos a los que no se les permite, por ejemplo, alejarse más de treinta centímetros de la silla en la que se sienta el papá a beberse el martini tras separar la aceituna.
Por eso, cada vez que nos sobrevuelan elecciones, tengo la impresión de que los políticos –todos– pretenden que sean las últimas, a fuerza de querer convertirnos a todos en bobos. Advertir acerca de un candidato rival electoralista es exactamente lo mismo que impedir al niño ir a jugar al fútbol con el resto. En el fondo, el padre de la aceituna piensa que lo más probable es que los otros niños se pasen el partido haciéndole caños al niño, y eso duele. Porque el padre piensa que si él no lo aleja de los campos de fútbol o de los parques, el niño andará todo el tiempo mirándose los balones que le atraviesan entre las piernas los otros niños, menos inútiles. Además, el padre prohibe intentando que el niño atado crea que lo hace para protegerlo de la horda de salvajes tramposos que emplea las horas de escuela en los billares. Lo dice por su bien, por el bien de ese niño que aún no se ha vuelto bobo, pero que está a punto, porque eso es lo que piensa el padre de él: que nunca se le ocurrirá cerrar las piernas para que no le cuelen el balón. Del mismo modo que nuestros candidatos –todos– sienten que les debemos gratitud por las advertencias sobre las sibilinas maniobras electoralistas del contrario. Porque nosotros, que somos bobos, nunca nos daríamos cuenta de la trampa, esa trampa que se señala pero no se explica.
Al niño, cuando ya se ha vuelto bobo para rellenar la brecha entre su realidad y el adjetivo, ni siquiera hace falta amarrarlo para que no se aleje. Al ciudadano, cuando de verdad ya no se da cuenta de nada, no hace falta ni señalarle las trampas ni escogerle la papeleta. Sin urnas ni balón, pueden los padres comerse en paz todas las aceitunas.
9.1.04
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Al ciudadano bobo se le puede prometer de todo, a diferencia del niño, que por muy bobo que sea, siempre exige el cumplimiento de las promesas que se le hacen. El ciudadano, no. Simplemente se deja engañar. Son cosas de los políticos, se dice a sí mismo.
ResponderEliminarAlguien escribió sobre eso: Teaching the Elephant to Dance, (James A.Velasco). Para inmovilizarlo, al principio se le ata (al elefante) con una argolla en la pata, amarrada a un sólido poste. A los pocos dias, con ponerle la argolla en la pata es suficiente, ya no hace falta atar la cadena a ningún sitio para que se esté quieto…
ResponderEliminarPues así estamos, mientras quieren que no lo pensemos.
ResponderEliminarNo acabo de verlo. El padre piensa que hace bien a su niño. ¿Acaso los políticos también piensan que nos hacen bien?. ¿No son ellos los primeros en prometer lo que no están dispuestos a cumplir?.
ResponderEliminar¿Realmente no nos damos cuenta de la trampa, como el niño, o es que no queremos verla?, y vamos el domingo a votar y luego a comer las aceitunas en compañía de la familia…
yo quiero comer aceitunas
ResponderEliminarya es hora, así que me voy.
ResponderEliminar¿Es la aceituna con anchoa más boba que la aceituna con hueso? ¿Y cómo coño han hecho para meter ahí el hueso?
ResponderEliminar¿Qué hay dentro del hueso?
ResponderEliminarJamás pensé en que los políticos prometieran nada que pensaran fuera para el bien de sus presuntos votantes. Bueno, tal vez la idea no sea esa. Digamos que les da lo mismo lo que prometen, siempre que suene bien en las “orejas” de los presuntos votantes.
ResponderEliminarMe temo que a eso se reduce todo.
Temo lo mismo.
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