Aunque al principio era todo normal, con las cámaras de fotos apuntando al templo, abofeteado por las olas, entre los árboles, encaramado en un guijarro enorme de piedra negra, escupida por el volcán y deshecha luego en las embestidas de sal. Nada raro. Lo mirábamos nosotros, lo miraban los japoneses, hasta un grupo de colegiales de la isla de Java andaba mirándolo, retratándolo. Desde abajo, en lo alto de un camino luego. Y mientras estudiábamos si ponernos también en la foto, así como en una esquina, sale un chico del grupo de colegiales. Aunque antes le deja su cámara a un amigo. Sale y se nos acerca. Tímido, con la delgadez desordenada esa de los 15 años, y con su sombra sobre el labio. Se nos acerca para que nos pongamos con él en la foto, tan blancos nosotros. Se coloca en medio —sus compañeros con las risas de no puede ser—, y en un último rapto de osadía le pasa el brazo por encima del hombro a Michele. Disparan. Se vuelve, da las gracias, la mano, uno a uno, y sale casi al trote a comprobar la imagen en la pantallita. Eso le ha dado al resto el valor que no se encontraban, y le dejan entonces al atrevido sus cámaras y se vienen. Disparos, sonrisas, las gracias, la mano, el trote hacia las pantallitas. Risas, como las de después de una travesura, algún codazo.
Ya estaban todos, fin de la historia. Aunque el primer valiente vuelve a entregar la cámara y da los mismos pasos, más seguro esta vez, casi jaleado. Le pasamos ahora el brazo por el hombro a él, y se le hincha casi el pecho. Detrás, el templo, acorralado, batido, ignorado. Aquella fantasía de la gente cabeza abajo.
Actualización, 3/5/06: Éste es el sitio.

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