Sin saber todavía si ese verano me iban a dar prácticas o no, un subdirector de La Nueva España me citó en su despacho a mediodía, el primer lunes de las vacaciones. Después de hablar un rato, me pareció que empezaba a disculparse: "Aquí sólo cogemos a los de tercero o cuarto, y tú estás todavía en primero…". Sin embargo, al final me dijo que volviera por la tarde, que tenían un hueco en la sección de Economía, algo de lo que nada sabía. Aunque me dejó claro que lo mío (sólo en primero), no iba a ser como lo de los demás: "Para pagarte, ya iremos viendo: según lo que publiques". Tal como estaban las cosas (sólo en primero), me fui contento a comer a casa.
Por la tarde, me aparcaron delante de un ordenador, sin saber bien qué hacer conmigo, como si les hubieran regalado un cachorro y vivieran en un piso de 30 metros. Y allí me pasé un par de horas, abriendo y cerrando carpetas sin entender nada, intentando no mandar todo el sistema a la mierda. Por eso sólo trasteaba con las carpetas y no tocaba los documentos.
Entonces me llamó un tipo con barba que se fumaba los ducados a medias con la mesa: le daba un par de caladas, y el resto del cigarrillo se consumía con medio cuerpo apoyado sobre el escritorio: la ceniza avanzando hacia la boquilla (el tabaco negro es más veloz), y cayendo finalmente al suelo. Ahí llegaban ya, por fin, esos consejos de perro viejo que sólo pueden conseguirse en las redacciones. Eso sí me lo habían dejado claro un poco antes, cuando me sentaban delante del ordenador: la universidad no servía para nada. Pura filfa. En la redacción es donde se aprendía periodismo de verdad; lo otro eran pamplinas.
–A ver, chaval, muy importante: ¿Cómo vas a firmar? ¿Hay que pensar eso bien? ¿Cómo era tu nombre?
–David Álvarez.
–Joder, con eso no vamos a ninguna parte. ¿Y de segundo?
–González.
–¿Y el tercero?
–Rodríguez.
–¿No tienes ningún apellido de verdad?
–No sé… el siguiente es Álvarez otra vez.
–Joder. Pues nada, hala: David Álvarez. Pero con ese nombre lo vas a tener chungo, eh.
Después de aquello, el tipo de la barba, que tenía siempre un cigarrillo encendido y olvidado en alguna parte de la sección, no volvió a decirme prácticamente nada más en todo el verano. El resto de la tarde lo pasé perfeccionando mis habilidades en la apertura y cierre de carpetas. Hasta que llegó la segunda lección del día, esa dislocación del tiempo de los periódicos: esa sustitución delhoy por el ayer que convierte los teletipos en noticias. Dominado el truco, me adjudicaron mi primera tarea diaria: el recuadro de la cotización del dólar, en el que, por suerte, no tenía que colocar mi nombre.
Así pasaron los primeros días, hasta que me enviaron a la primera rueda de prensa: la presentación de unos cursos de la Cámara de Comercio, o algo así. Un aburrimiento del que sólo conseguí olvidarme concentrándome en las uvedobles y todas esas cosas que sí que me habían contado en la facultad.
De vuelta en la redacción, las uvedobles y el lead que me habían librado del aburrimiento empezaron a transformarse en un rompecabezas imposible. Intentando aliviarme mientras me peleaba contra las 30 líneas más largas de mi vida, el redactor jefe me recordó algo en lo que no quería pensar: Bueno, bueno… la primera vez que firmas, eh. '¡Pero qué gracioso!', pensé. Menos mal que a la mañana siguiente a mi madre no le importó que la firma fuera David Álvarez. Incluso lo recortó.
La siguiente lección sobre dislocaciones temporales fue la de los congelados: un viernes dejé escrita una historia sobre una inmobiliaria recién instalada en Oviedo para que la usaran en el periódico del lunes. Cuando salía rumbo al fin de semana, acordándome de lo que me había dicho el subdirector sobre el sueldo, le pedí un favor al de la barba:
–Acuérdate de firmármelo, anda, que me han dicho que si no…
–¿Cómo era el nombre? ¿Daniel González?
–No, hombre, David, David Álvarez. Acuérdate, ¿vale?
–Nada, no te preocupes. Hala, buen fin de semana… Daniel.
El lunes por la mañana, antes de llegar a la redacción entré en un quiosco para ver qué había hecho el de la barba con ese nombre sin futuro, dispuesto a cambiarlo por el que él hubiera escogido con tal de acabar con aquella duda constante para siempre. Pero nada. Ni una pizca de imaginación: David Álvarez de nuevo. ¿Cómo iba a seguir así?
Otro día me llamó a su zona el redactor jefe de otra sección. Las vacaciones les habían dejado sin gente y necesitaba que me acercara a una rueda de prensa del delegado del Gobierno. Ni siquiera tuve tiempo de dudar. Me escribió en un pedacito de papel arrancado de un cuaderno la pregunta que tenía que hacer y me mandó a la calle. El delegado del Gobierno hablaba todo el tiempo sobre los guardias que iban a vigilar el paso de la Vuelta a España, algo que no tenía nada que ver con lo que yo llevaba en el papelito, así que esperé a que acabara todo el mundo para decir mi frase, cuando los demás empezaban ya a recoger. Lo dije, él contestó, apunté todo lo que pude y regresé a la redacción.
Al llegar fui al redactor jefe que me había dado el encargo y le conté lo que yo había apuntado en mi papelito, algo sobre si iban a ampliar o no una autopista. Me dijo dónde tenía que escribir y se fue a hablar con el director. Era un espacio inmenso, ¡y yo sólo tenía la respuesta a una pregunta! Mientras sudaba paralizado, regresó el redactor jefe: Tienes que hacerlo muy bien, que vas en primera, eh. Con lo que tenía entre manos, no entendí qué quería decirme.
Ahí aprendí que en los periódicos la literatura es la abundancia de perífrasis y circunloquios, que el párrafo es la manera más rápida de sumar líneas y que el tamaño de las fotos, por fortuna, es elástico. Mientras peleaba con la sintaxis con la única ayuda de una bolsa de cacahuetes que me había traído un amigo veterano, el redactor jefe se acercó un par de veces para confirmar que el delegado del Gobierno realmente había dicho. Entonces sólo tenía tiempo para rellenar columnas, pero consiguió que me pasara toda la noche con el terror de haber apuntado mal.
A la mañana siguiente, también con miedo, entré en el mismo quiosco a mirar qué habían hecho. Estaba en la portada, arriba, a cuatro columnas. Me aterroricé. Después de toda una noche de cábalas, a esa hora estaba convencido de que me lo había inventado todo y de que me detendrían en cualquier momento. Pero llegó la hora de comer y no había pasado nada.
Por la tarde, se me acercaron un par de veteranos de otras secciones. Eres David Álvarez, ¿verdad? Es que me han preguntado varios compañeros en la rueda de prensa que quién había hecho lo de la portada… 'Qué más da –pensé–, si se van a olvidar enseguida'.
Terminé el verano sin haber arreglado lo del nombre, aunque con el dinero de una beca completa. Pero sobre todo con ganas de comprobar si en todas las redacciones usaban escritorios capaces de fumar ducados a mayor velocidad que el tipo de la barba.
Pues es una lección magistral. Está bien que rescates la historia.
ResponderEliminarMuchas gracias..., Daniel. Me lo he leído de tirón.
ResponderEliminarUn abrazo.
Buenísimo. Me recordaste mi primer día de becaria.
ResponderEliminarTío, que bueno eres, aun me duelen los mofletes de reirme. Gracias.
ResponderEliminarMuy bueno, Dav. Ahora que conzoco también la bota de Panenka, he de decir que me gustas más cuando recurres a la primera persona. Dices más. Pero oye, en cualquier caso, con lo sosainas que eres, lo bien que escribes, eh.
ResponderEliminarEn 2014, seguramente me manden a Brasil. Ya verás qué primera persona.
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