Ayer por la mañana entré en el Reina Sofía cuando todavía no había llegado nadie más. Pasó un rato hasta que me crucé con el primer japonés. Al salir me quedé dándole vueltas a algunas cosas:
- Las obras parecen mucho menos interesantes y decisivas cuando en la sala, además de ellas, sólo encontramos un vigilante.
- Se ve que el arte reside en las intenciones, tan elusivas. En uno de los pasillos del claustro tienen tirados más de mil neumáticos. Unos cuantos desguaces podrían presumir de lo mismo. Pero evidentemente no se va a lo mismo al desguace que al Reina Sofía. Aunque resulta sugerente imaginar lo contrario. Sin embargo, éste es un desguace inutilizado, y al permitirle entrar en un museo, se admite que el llamado artista incubaba la intención de algo sublime, y que para lo que necesita echar mano de un desguace, pese a que aquello nunca lo ha sido. La cosa la había imaginado Allan Kaprow, pero muerto éste en 2006, la ha reconstruido Christian Xatrec. Ninguno de ellos desguacero.
- El museo, en efecto, transforma también los objetos que no son neumáticos. Colgaban en una sala varias fotografías de ventanas de Manhattan tapiadas. De paseo por Nueva York, se trata de ventanas tapiadas, quizá por abandono, avería o cambio de planes. Colgadas en el museo, le obligan a uno a detenerse delante e imaginar algo más. Como paseo por Manhattan resultan claramente insuficientes, así que deben de querer decir algo más, como palabras flotando en la nada. Bueno, en el museo, que tal vez haya logrado convertirse en la única nada.
- Las obras sufren aún otra transformación más: la que sucede a ojos del vigilante que se sienta a diario en la misma sala, frente a la fotografía de un quiosco de prensa, por ejemplo.
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