No lo hacía por perder peso, ni por acumular kilómetros, ni por aburrimiento o desocupación. Quería correr el maratón de Madrid, el 25 de abril. Mi primera vez. Pero a mediados de marzo, me tropecé con las insuficiencias de un tendón. Y dentro de ese tendón, con los límites de la literatura misma. Incapaz de seguir corriendo, comencé a escribir en un cuaderno japonés unas notas que imaginé el reverso perfecto de esos 42 kilómetros.
8.10.10
El maratón que no corrí
Entre enero y marzo de este año corrí más de 600 kilómetros. Me colaba a la hora de comer en un vestuario subterráneo semiabandonado y daba luego vueltas al parque de la Quinta de los Molinos, al norte de Madrid. O me escurría de la cama antes que nadie los sábados y domingos y rodeaba el Retiro. Al menos cuatro días a la semana. Todas las semanas. Casi siempre solo.
No lo hacía por perder peso, ni por acumular kilómetros, ni por aburrimiento o desocupación. Quería correr el maratón de Madrid, el 25 de abril. Mi primera vez. Pero a mediados de marzo, me tropecé con las insuficiencias de un tendón. Y dentro de ese tendón, con los límites de la literatura misma. Incapaz de seguir corriendo, comencé a escribir en un cuaderno japonés unas notas que imaginé el reverso perfecto de esos 42 kilómetros.
No lo hacía por perder peso, ni por acumular kilómetros, ni por aburrimiento o desocupación. Quería correr el maratón de Madrid, el 25 de abril. Mi primera vez. Pero a mediados de marzo, me tropecé con las insuficiencias de un tendón. Y dentro de ese tendón, con los límites de la literatura misma. Incapaz de seguir corriendo, comencé a escribir en un cuaderno japonés unas notas que imaginé el reverso perfecto de esos 42 kilómetros.
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