9.6.14

Un baño en Omaha Beach


De vez en cuando, y sin necesidad de 70 aniversario, me acuerdo del Desembarco. No por lo evidente: la guerra, los cadáveres, la libertad… Lo recuerdo por lo que para mí representa de fracaso de la palabra, y en particular, del periodismo. Del mío. Y de acicate.

Un agosto de hace unos diez años me metí con unos amigos en el mar en Omaha Beach. Cruzábamos Europa en tren y nos desviamos para tomar un autobús que hacía un recorrido por las playas y cementerios de aquellas jornadas en Normandía. Una de las paradas de aquel paseo fugaz nos depositó en lo alto de un pequeño acantilado sobre la playa. No íbamos con ese plan, pero echamos a correr cuesta abajo y nos lanzamos al Atlántico mientras el autobús, con el resto del grupo, aguardaba arriba. Las dos razones por las que recuerdo de vez en cuando el Desembarco se encuentran en aquellos minutos en el agua.

Mientras flotábamos juntos estudiando la playa, se acercó nadando un hombre con ganas de charla. Contó que venía de Australia, a dar las gracias por la libertad. Se le veía emocionado, quizá acababa de llorar, o estaba a punto de hacerlo. Se había propuesto el viaje unos años antes y ese verano lo había conseguido. Había viajado solo 15.000 kilómetros para meterse allí y en el agua. Después de contarlo, se despidió, se alejó unas brazadas y se quedó allí flotando boca arriba.

Lo dejamos allí, emitiendo de cuando en cuando un chillido de liberación, y comenzamos el regreso a la playa, una explanada inmensa de ocho kilómetros de ancho. Una llanura desnuda que va a morir a un pequeño barranco coronado todavía por un reguero de búnkeres alemanes. Me recuerdo corriendo hacia la arena con el agua por encima de la cintura convenciéndome en ese instante de que habría muerto aquel día. Abrasado de balas y morteros, o reventado en pedazos al aire por una mina. Me recuerdo repentinamente muerto de miedo bajo una mañana luminosa de agosto, chapoteando al lado de mis amigos, en un paraje desierto. Con la certeza terrible de que mi cobardía me habría hecho ahogarme incluso antes de que me alcanzara el primer disparo.

De vez en cuando, antes de escribir algo para el periódico, me acuerdo del Desembarco, sobre el que no entendí nada hasta aquella mañana. Antes de teclear, recuerdo, como una amenaza colgante, todas las palabras inútiles que durante años me han derramado encima contando aquello. Sueño una escritura que despliegue una playa, un australiano flotando, el lector chapoteando con el agua hasta el pecho. Y sacarlo de allí a la carrera, de la mano, ahogado por el mismo terror. Hacia la playa. Hacia la muerte. Inalcanzable, claro. Eso es precisamente el periodismo, la escritura: la persecución del imposible de Omaha Beach.

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