Después de avanzar unas cuantas páginas en El impostor, de Javier Cercas, he dado con un fragmento que encierra todo lo que creo que le pasa al libro:
Pienso en eso y pienso en el momento en que, como si estuviera a punto de quitarle la última piel de cebolla a la biografía heroica de Marco, la postrera capa de ficción adherida a su personaje inventado, le expliqué, también en la galería de su casa, que no creía que hubiera viajado a Mallorca con su tío Anastasio, y le pedí que confesase la verdad. Marco estaba sentado frente a mí, con los codos clavados sobre la mesa y las manos entrelazadas; ahora que lo recuerdo, quizás esto ocurrió el mismo día en que reconoció por fin que no había vuelto herido del frente, quizá justo después de que lo reconociera. El caso es que, al oír mis palabras, Marco se cogió la cabeza con las manos en un gesto que, aunque melodramático, no me pareció melodramático; luego imploró: “Por favor, déjame algo”.Si hay un rasgo que atraviesa el texto de Cercas es ese permanente manoseo de la historia, ese masticar cada bocado hasta que uno termina olvidando el bocado y ve solo una boca enorme repleta de dientes. Cercas es como el espectador pesado que no deja de apostillar a lo largo de toda la película (¿Ves? Ahora le pilla). Demuestra una asombrosa falta de confianza en la historia que cuenta. Como si no pudiese defenderse sola.
Le dejo eso.
Vayamos al final: "Al oír mis palabras, Marco se cogió la cabeza con las manos en un gesto que, aunque melodramático, no me pareció melodramático". No queda claro si confía menos en el gesto de Marco o en sí mismo como narrador. Mientras duda, sucede ese momento extraordinario: "Por favor, déjame algo". Pero Cercas ve necesario apostillar: "Le dejo eso". Y ni eso nos deja.
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