Resulta mucho más sencillo vivir dentro de la metáfora. Aunque esté llena de tierra y abrase el sol, o empape la lluvia, o hiele la nieve. Porque mide sólo 170 kilómetros, y tiene flechas amarillas apuntando a Santiago por todas partes. Es una metáfora de la vida casi perfecta en la que es imposible perderse. Por eso sólo es casi perfecta.
Yo no la he pisado, pero en un libro de Robés acabo de encontrarme, junto a sus fotos, una colección de jirones de alma de peregrino. Pequeños textos manuscritos que durante años se fueron dejando los que sí la pisaron en los cuadernos de los albergues. Pequeños desgarros, pocos de ellos fechados, que reconstruyen la metáfora que se fabricaban al andar. Porque sí es casi como la vida: de vez en cuando revienta una ampolla y hay que cubrir un trecho con una aguja clavada en el talón. O cae uno en la cuneta arañado de rastrojos por evitar el humo de un camión. O alguien promete que falta sólo un kilómetro para el descanso, y se apura el paso y se termina desfondado al descubrir que no se llega, ni después de dos, ni tres, ni cinco. Y otro promete un atajo que desciende por una colina atravesando una plantación de zarzas. Pero en el camino basta con seguir las flechas amarillas para dar con una taza de café y un colchón. Basta con seguirlas para alcanzar la catedral, donde reposan unas cuantas esperanzas. "Espero que ese humo limpie mis lágrimas y me dé fuerzas para volver a casa, las voy a necesitar", se lee en un textito de Marta Reig. Ella no es la única que prefería no terminar. Porque aquí fuera no hay camino. "Por un lado tengo ganas de llegar a la meta. Sin embargo, por otro lado siento tristeza porque de aquí a 3 días habrá terminado el Camino", escribió otro.
Después de leer estos jirones manuscritos, a mí, que no he pisado el camino, me gustaría darme un día de bruces contra una flecha amarilla. Mientras voy a comprar el pan o a subirme en el coche o a mirar el escaparate de los libros. Encontrar una de esas flechas y poder calcular entonces el número de jornadas que desde allí me quedan para cubrir mis 170 kilómetros. O los que sean.
28.6.02
21.6.02
El fantasma del castillo
Es una jugada maestra. Enseñar a Raúl velado tras los cristales, vagando por el hotel como el fantasma del castillo. Tenemos un delantero que asusta, y conviene administrar el efecto. Dicen que por la noche se escurrió a entrenarse con su médico personal. Dicen que por la mañana también despistó al resto y corrió otro rato. Pero nadie lo ha visto. Como debe ser. Porque así funcionan los cuentos de fantasmas: mantienen la amenaza sólo sugerida. La incertidumbre es mucho menos manejable para el lector.
Mientras, los periodistas coreanos que cubren los entrenamientos de España lo buscan, entre el susto y el desconcierto. Where is Raúl� Raúl camina por los pasillos de la fortaleza esperando que se haga de noche para correr en secreto. Pero esto no se le dice a los coreanos directamente. Esto lo oyen sólo como rumor que circula protegido a sus espaldas, y lo toman como información robada. Camacho dice en la rueda de prensa que sólo jugará si está� recuperado del todo. ¿Pero cómo está ahora? Los coreanos se cuchichean que el fantasma ya ha echado un par de carreras por el césped, que tienen sus fuentes. Pero que quién sabe. El médico dice que sólo jugará si está bien. ¿Pero va a estar bien? Los coreanos no entienden que no salga del hotel, ni a dar un paseo. Debe de estar peor de lo que se reconoce, aunque también han oído que se entrena por su cuenta. Joaquín, casi arrepentido por soltar prenda, dice que Raúl está mejor. Pero Raúl no dice nada. Como debe ser. A él le toca aguantar encerrado y abrir un segundo las cortinas para que se le atisbe la sonrisa. Para alimentar esa incertidumbre que desalienta ejércitos.
Mañana el fantasma seguramente dejará el escondrijo y subirá al autobús atravesando un pasillo de coreanos. Lo habrán estado esperando a la puerta del hotel. Lo tenían localizado, pero no conseguían medirlo, pesarlo, encerrarlo con certeza para contárselo unos a otros. Aún tienen miedo, porque no encuentran el truco. Raúl entrará al vestuario y saldrá a calentar. Para ganar a Corea basta con que lo vean todo el partido sentado en el banquillo. Una jugada maestra. Porque si al final juega...
Mientras, los periodistas coreanos que cubren los entrenamientos de España lo buscan, entre el susto y el desconcierto. Where is Raúl� Raúl camina por los pasillos de la fortaleza esperando que se haga de noche para correr en secreto. Pero esto no se le dice a los coreanos directamente. Esto lo oyen sólo como rumor que circula protegido a sus espaldas, y lo toman como información robada. Camacho dice en la rueda de prensa que sólo jugará si está� recuperado del todo. ¿Pero cómo está ahora? Los coreanos se cuchichean que el fantasma ya ha echado un par de carreras por el césped, que tienen sus fuentes. Pero que quién sabe. El médico dice que sólo jugará si está bien. ¿Pero va a estar bien? Los coreanos no entienden que no salga del hotel, ni a dar un paseo. Debe de estar peor de lo que se reconoce, aunque también han oído que se entrena por su cuenta. Joaquín, casi arrepentido por soltar prenda, dice que Raúl está mejor. Pero Raúl no dice nada. Como debe ser. A él le toca aguantar encerrado y abrir un segundo las cortinas para que se le atisbe la sonrisa. Para alimentar esa incertidumbre que desalienta ejércitos.
Mañana el fantasma seguramente dejará el escondrijo y subirá al autobús atravesando un pasillo de coreanos. Lo habrán estado esperando a la puerta del hotel. Lo tenían localizado, pero no conseguían medirlo, pesarlo, encerrarlo con certeza para contárselo unos a otros. Aún tienen miedo, porque no encuentran el truco. Raúl entrará al vestuario y saldrá a calentar. Para ganar a Corea basta con que lo vean todo el partido sentado en el banquillo. Una jugada maestra. Porque si al final juega...
14.6.02
Ballena
Nunca conseguí ver la ballena que salía de aquella lámina caleidoscópica. Se trataba de mirarla con paciencia, durante un rato, hasta ver más allá del cuadro, hasta olvidar los cristalitos de colores. Entonces -me han prometido- saltaba la ballena sobre el salón. Se ve que de tanto mirar termina uno por atravesar lo observado, y alcanza el otro lado del espejo. Pero nunca vi la ballena, porque tengo un ojo vago, y se requiere visión estéreo.
En Cuba hay un periodista que lleva 42 años mirando a Fidel. Y dice que ha aprendido muchísimo en sus discursos. Allí sentado, seis, siete horas, había encontrado las claves. Como un iluminado. Allí quieto, con el barbudo enfrente desgañitándose sin pausa, sin cansancio apenas. ¿Qué no habrá saltado sobre el salón de este periodista, con tamaña paciencia? Tendrá la casa perdida, y no sólo el salón, porque quienes miraban en estéreo las láminas encontraban la ballena en pocos segundos. Pero este periodista cubano no se recuerda mirando otra cosa que aquella barba. Y en esas horas ha dado con todos los intentos yanquis de acabar con su ballena. Ha encontrado 600 complós para acabar con Fidel. Algunos -explica- sólo fueron planes, pero otros fueron cápsulas venenosas que no llegaron al batido de chocolate del general, o armas escondidas en cámaras que no quisieron disparar. También tiene registrada la idea yanqui de espolvorear los zapatos del guerrillero con una sustancia que le dejara sin barba. Para provocar una rebelión por reducción al absurdo, que -se entiende- es la única posible.
No extraña que este periodista sostenga que el mayor mérito de Fidel es seguir vivo. Ha estado casi medio siglo sentado, con Fidel delante y todas aquellas amenazas volando por todas partes. Sentado viendo cómo se le balanceaba la barba, a punto de caérsele pelo a pelo por el ingenio americano. 600 veces en todo este tiempo de contemplación de Fidel. Yo, con mi ojo vago, probablemente no me habría enterado de nada. Pero este periodista debe de tener la ballena raptada en el salón de casa.
Entrevista en La Vanguardia al periodista
En Cuba hay un periodista que lleva 42 años mirando a Fidel. Y dice que ha aprendido muchísimo en sus discursos. Allí sentado, seis, siete horas, había encontrado las claves. Como un iluminado. Allí quieto, con el barbudo enfrente desgañitándose sin pausa, sin cansancio apenas. ¿Qué no habrá saltado sobre el salón de este periodista, con tamaña paciencia? Tendrá la casa perdida, y no sólo el salón, porque quienes miraban en estéreo las láminas encontraban la ballena en pocos segundos. Pero este periodista cubano no se recuerda mirando otra cosa que aquella barba. Y en esas horas ha dado con todos los intentos yanquis de acabar con su ballena. Ha encontrado 600 complós para acabar con Fidel. Algunos -explica- sólo fueron planes, pero otros fueron cápsulas venenosas que no llegaron al batido de chocolate del general, o armas escondidas en cámaras que no quisieron disparar. También tiene registrada la idea yanqui de espolvorear los zapatos del guerrillero con una sustancia que le dejara sin barba. Para provocar una rebelión por reducción al absurdo, que -se entiende- es la única posible.
No extraña que este periodista sostenga que el mayor mérito de Fidel es seguir vivo. Ha estado casi medio siglo sentado, con Fidel delante y todas aquellas amenazas volando por todas partes. Sentado viendo cómo se le balanceaba la barba, a punto de caérsele pelo a pelo por el ingenio americano. 600 veces en todo este tiempo de contemplación de Fidel. Yo, con mi ojo vago, probablemente no me habría enterado de nada. Pero este periodista debe de tener la ballena raptada en el salón de casa.
Etiquetas:
Columna de viernes,
Fidel Castro,
periodismo
Suscribirse a:
Entradas (Atom)