14.2.03

Calcetines

Mudarse es aparentemente una tarea sencilla. Se consiguen cajas suficientes, se llenan, se trasladan y se vacían en el nuevo apartamento. De hecho, las empresas que se pueden contratar para el trabajo no piden demasiado a sus empleados, salvo cierto cuidado y suficiente fuerza. Incluso yo podría dedicarme a mudanzas ajenas con un poco de entrenamiento. Sin embargo, quien se ocupa de su propio traslado no logra tanta eficiencia. La mudanza propia bloquea, a pesar de consistir esencialmente en lo mismo: que quien se traslada encuentre en otra estantería los mismos libros.

Pero uno se muda y se ve obligado a tomar decisiones minúsculas cada treinta segundos. Porque no se sabe dónde meter un bote de jarabe para la tos que se usó a medias, una esponja para abrillantar los zapatos, una entrada de un partido de liga, la caja vacía de un CD, un paquete de arroz empezado, una servilleta de un café de Lisboa. Y sobre todo no se sabe qué tirar y qué conservar. Ni se sabe por qué se ha conservado hasta ese momento una caja con cartas antiguas o un calcetín soltero y agujereado. Puede que incluso se siga guardando hasta la siguiente mudanza, en la que volverá a girar la ruleta de dudas minúsculas. Pero esto no sucede si se paga a alguien por un traslado íntegro, sin decisiones, sin descartes. En el fondo lo que uno decide es qué merece acompañarle en el viaje, sólo en el viaje. Porque ya ha quedado demostrado que no importa lo que acumulamos si nos estamos quietos. La tolerancia del sedentario debe de ser dos tallas mayor que la del nómada.

Cuando uno se pone en marcha intenta reconocerse en ese coche repleto de trastos que ha aparcado frente al portal. Intenta reconocerse en la distribución que ha elegido para esos trastos. Intenta encontrar un orden para sí mismo en ese orden que ha elegido, y que separa claramente los cuentos de Antonio Pereira de los tenedores y el último sobre de sopa de pollo. A veces después de esa purga nuestra vida mejora, avanzamos un poco tirando con acierto. Y a veces se nos queda algo coja, porque juzgamos mal y nos deshacemos del calcetín equivocado.