Ahora él tiene los dientes deshechos, como los muros de una casa recién quemada. Tiene también dos niños y unas manos enormes, cada una capaz de envolver las mías, o de exprimirles todos los huesos. De tanto agarrar la pala y el azadón, que así me lo encontré, después de diez años de no verlo, en el jardín de casa. Cuánto tiempo, nos dijimos. Cuánto tiempo, sí, cómo estás. Muy bien, qué alegría, cómo estás tú, cuánto tiempo, qué sorpresa. Y entré en la cocina a untarme unas tostadas con mantequilla para desayunar, mientras recordaba sus embestidas para quitarme el balón en los partidos que jugábamos contra los de su pueblo. Y las patadas. Y la vez esa que les ganamos en el torneo de sus fiestas. No les valieron las patadas. No.
Luego ya no había nada más. Luego sólo estaban los diez años que habían pasado hasta que me desperté y lo vi en el jardín de casa, abriendo zanjas, porque estamos de reformas. Diez años que habíamos gastado de maneras distintas, pero que nos habían dejado, esa mañana, en el mismo jardín. él con un farias colgando del labio y yo medio legañoso.
A media tarde, caía un sol que caía ya derretido. Un sol líquido. Pesado como el mercurio. Él andaba buscando cualquier sombra en el patio, y entreteniéndose con cualquier montón de tierra, o desenmarañando cualquier cable. Le saqué una lata cerveza y nos tapamos un rato del calor. ¿En qué andas?, me dijo. Un periódico. Ah, periodista, dijo, qué bueno. Cobraréis un montón los periodistas, dijo. No te creas, la verdad. Bueno, bueno, dijo. Lo que sí que mola es lo de la guerra, porque luego vais a la guerra, y eso mola, dijo, ¿estuviste en algo de esto de Irak?, dijo. Ésos sí que deben de cobrar una pasta, ésos, los que van a las guerras y así. Y yo: que no, que lo mío más bien fue cosa de escritorio. Se le puso cara de fastidio, o de desinterés, no estoy seguro. Y empinó mucho la lata de cerveza, como para irse ya. Pero tengo un muy buen amigo -con énfasis- que sí que estuvo, dije. Estuvo en Irak y le pasó una fila de balas rozando la nariz. Las olió y todo, le dije. Además, tuvo que cruzar la frontera desde Turquía escondido en el doble fondo de un camión, pagando sobornos a todo dios y cruzando los dedos para que no le encontraran. Pero, claro, se ve que tener un amigo que ha ido no es como haber ido. Ni ves un duro, ni nada. Debió de pensar que para no ir a la guerra y no cobrar una pasta, que ya le valía lo suyo, y volvió a lo de antes de la cerveza. La zanja, o los cables, o yo qué sé.
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