No sé si se va a entender, pero a veces me siento como si caminara por un callejón de Mostar. No sé si se va a entender porque no debería dar demasiados detalles. No me conviene. El callejón que atravieso a diario, claro, no cruza por el centro de Mostar, pero la sensación se acerca mucho a la metáfora. Recordarán que la gente salía de casa en Mostar a comprar el pan y se encontraba con un balazo en el estómago, o dentro de un ojo. Yo no compro el pan, ni vivo en el Mostar de la guerra, pero hago cosas igual de cotidianas y me encuentro con disparos de emboscados infinitos.
Últimamente, empiezo a pensar lo que debían de pensar en Mostar, que debería mudarme, cambiar de sitio hacia otro en el que no hubiera azoteas con tiradores que duermen hasta que oyen mis pisadas en la nieve. A veces, como allí, incluso esperan al trayecto de vuelta. Permiten que llegue hasta la panadería. Permiten el alivio falso, que tome aire, todo el que quiera. El emboscado no tiene mucho más que hacer aparte de aguardar. Mirar. Sólo mirar. De ahí el jugueteo cruel. Porque la vuelta, con la barra de pan, parece ya más sencilla, como cuesta abajo. Entonces disparan y se va todo ese aire almacenado durante el alivio corriendo por un agujero en el pecho. Es algo que les sucede a los emboscados: al cabo de un rato, se aburren y necesitan empezar con juegos. Aunque no es lo peor de los emboscados, que estén desocupados, quiero decir. No es eso. Casi peor que la panza abierta por el balazo es reconocer detrás del fusil la cara de un vecino. Ese vacío repentino, esa desaparición del suelo, del aire, de la luz, mientras la barra de pan se entierra en la nieve. Eso es lo peor. Peor que el juego de llegar a la tienda y no regresar. Peor que caer y morir solo, sin que nadie pueda acercarse. Mucho peor.
Me siento a diario cruzando Mostar mientras aumentan los emboscados en las azoteas, los miradores y hasta en el puesto del pan. Porque son gente con la que creía compartir un miedo mayor a otros emboscados. Pero se han aburrido. Y veo el reflejo del sol en la mirilla de mil rifles. Mientras el callejón se estrecha. A diario.
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